Durante los dos primeros meses del año hemos vivido una montaña rusa en los mercados de valores. Un conjunto de factores han generado lo que podríamos llamar un “cóctel diabólico” para los inversores de todo el mundo.
Los países desarrollados llevan años con un crecimiento económico reducido (muy inferior a su crecimiento potencial), con un elevado endeudamiento y con una bajísima inflación. Son muchos los aspectos que influyen e incluso potencian esta situación, desde los meramente demográficos hasta la rigidez de muchos países, incapaces de llevar a cabo reformas estructurales orientadas a fomentar su crecimiento y a resolver sus principales desequilibrios, clave en un mundo más global y competitivo.
Prácticamente todos los bancos centrales de estos países han utilizado políticas monetarias ultraexpansivas (tipos de interés próximos a cero e inyección masiva de liquidez) para tratar de estimular el crecimiento y la inflación, creando una dependencia enfermiza por parte de los inversores internacionales hacia estas políticas.
Así, lo que en teoría debería ser un círculo virtuoso (bajada del coste del dinero, aumento de la masa monetaria => aumento de la inversión y el consumo) se ha convertido en una droga nada saludable para los inversores: ante la caída de la rentabilidad de los activos sin riesgo, los inversores han ido trasladando sus inversiones hacia activos con más y más riesgo sistemáticamente, con la idea de que siempre habrá un inversor dispuesto a asumir más riesgo (comprar más caro) y si no, un banco central dispuesto a quedarse con la “patata caliente” si las medidas anteriores no son suficientes. De esta forma, ante la caída de las rentabilidades, el dinero ha ido pasando de depósitos bancarios a bonos del Estado a corto, medio y largo plazo. De aquí a bonos de empresas privadas de peor y peor calidad y por último a acciones de empresas.
Durante un buen periodo de tiempo, el crecimiento mundial mantenía el tipo gracias al crecimiento de China y su influencia en el resto de países emergentes, que a su vez conseguían atraer capital de los inversores internacionales gracias al atractivo de sus tipos de interés, sus buenos datos de crecimiento y sus, aparentemente, saneadas balanzas fiscales, hinchando con ello otra burbuja de valoración.
Pero cuando algunos de los factores positivos han empezado a flaquear, los datos han puesto en evidencia la debilidad de la economía mundial y los desequilibrios que las políticas monetarias son incapaces de resolver por sí solas, por muy agresivas que sean.
Desde mediados del año pasado, y en especial desde principios de 2016, parece evidenciarse el contexto descrito y los inversores han decidido recortar drásticamente su exposición al riesgo. Las ventas de acciones y bonos de peor calidad se han sucedido, provocando las caídas que ya conocemos.
Detrás de estas caídas está el temor a una recesión global, las dudas sobre la efectividad de las políticas descritas y el riesgo de que el mundo se “japonice”, es decir, que ni crezca ni sea capaz de generar inflación, lo que teniendo en cuenta el elevado nivel de deuda sería muy peligroso.
El menor crecimiento de China, la caída del precio del petróleo y de otras materias primas, las tensiones geopolíticas en Oriente Medio (Siria, Arabia, Irán —todo parte de un mismo problema—, el terrorismo del Daesh), la crisis humanitaria de la migración, el cambio de sesgo de la política monetaria de EE.UU., el riesgo de una salida del Reino Unido de la Unión Europea (brexit), o la ausencia de Gobierno en España, contribuyen a generar un sentimiento negativo entre los inversores. Además, y por si esto fuera poco, uno de los generadores de liquidez más relevante para los mercados de valores internacionales durante los últimos años, como son los “Fondos Soberanos”, han pasado de “compradores” a “vendedores” en esta primera parte del año, ante la caída de los precios del petróleo.
Ante esta avalancha de datos y sentimiento negativo, es muy difícil abstraerse. Prácticamente todos los mercados de valores han sufrido pérdidas, al igual que los bonos de alto rendimiento y aquellos con peor calidad, ante el fantasma de la recesión global.
Sin embargo, los datos que barajamos en estos momentos no adelantan una recesión sino un escenario de bajo crecimiento y baja inflación. Además, los resultados empresariales, claves para determinar el valor de las bolsas, están teniendo un comportamiento más que razonable, lo que demuestra que el sector privado ha hecho bien sus deberes. La ausencia de presión por el lado de los costes (producción, laborales, financieros), hace que los datos reales superen las expectativas, lo que debería otorgar un colchón de valoración a las bolsas.
Hay mucho dinero en el mercado y las alternativas de inversión sin riesgo ofrecen rentabilidades próximas a cero, lo que hace que el dinero fluya buscando oportunidades de un activo a otro. En este contexto, la volatilidad está asegurada por lo que es muy importante ser pacientes a la hora de invertir. Así lo reflejan nuestras carteras desde principios de año. Todas estas circunstancias nos obligarán a ser más ágiles en cuanto a la toma de decisiones a lo largo del 2016. Estamos convencidos de que contar con liquidez es una ventaja que si sabemos aprovechar nos permitirá obtener resultados positivos una vez mejore el sentimiento negativo que dirige el mercado en estos momentos.
José Miguel Maté Salgado
Consejero Delegado de Tressis