El cierre del año no ha tenido nada que ver con lo que ha sido la evolución de los últimos doce meses.
Esta atonía no refleja ni de lejos los bandazos que la economía, los mercados y las finanzas han pegado y que tan difícil han hecho predecir hacia donde irían las valoraciones de los diferentes activos.
Si por algo puede ser recordado 2016 es sin lugar a dudas por los dos eventos que a cierre del año pasado nadie habría dado una peseta: brexit y Donald Trump. Ambos reafirman la idea de que la «Ardua crisis», que ya dura demasiados años, ha dejado más víctimas de lo que los mercados financieros reflejan, siendo el caladero idóneo para la propagación de todos los movimientos populistas de distinto pelaje. Pero con un común denominador todos ellos, las soflamas partidarias de la vuelta al proteccionismo en un mundo ya inmerso en pleno proceso de globalización, es decir, muy posiblemente los intentos más inútiles por ponerle puertas al campo.
La política ha dominado éste y dominará el siguiente año. Y es ésta la principal razón que esgrimen la mayor parte de los inversores para explicar las diferencias entre EEUU y Europa. Los máximos en la bolsa norteamericana frente a la incapacidad de los índices europeos de sostenerse con fuerza no tienen su origen en la ciencia infusa, sino en una gestión más centralizada y eficiente de todo el aparato administrativo y legislativo… sin contar la flexibilidad en aquella orilla atlántica. El mejor ejemplo es el sector bancario. A la hora de compararlo geográficamente casi cualquier inversor profesional apuntará hacia el estadounidense en lugar de al nuestro. ¿Por qué? Pues la banca italiana en general y Monte dei Paschi en particular son el icono más reciente, pero no el único argumento para el que sobran muchas más aportaciones.
El siguiente punto es una historia que de tan interiorizada que tenemos, muchas veces ni nos paramos a pensar: el papel de los bancos centrales como soporte de última instancia de la economía, los mercados y los inversores financieros. Lo que viene a ser una extralimitación de las funciones para las que fueron concebidos. Sin embargo, 2016 puede haber supuesto el final de esta tendencia después de comprobar que seguir con la quema incontrolada de billetes no nos ha traído a un mundo mejor, tan sólo más burbujeante. Nada sería mejor, no ya para los mercados de capitales, sino para la economía real, que el final de eso de apalancarse en los bancos centrales como generadores de riqueza, y por lo menos en apariencia, el papel de las políticas fiscales está ganándole terreno a las monetarias. Tampoco vale hacerse trampas al solitario, porque para que esto suceda primero ha tenido que desaparecer del imaginario colectivo el miedo a la deflación.
Otro punto por el recordar este ejercicio es por la llegada de la gran rotación. Pero no ha sido lo que se esperaba, de los bonos a la bolsa, sino de un segmento de la bolsa a otro. Pocos o quizás ninguno se hubieran atrevido meses atrás a prever lo que iba a suceder con la victoria de Donald Trump. Mejora masiva de las expectativas de inflación (apoyadas por el efecto matemático del precio del petróleo) y esperanza de que el impulso fiscal va a darle el empujón definitivo a la recuperación. Pero, como siempre, existen una serie de problemas. El primero es que el mercado haya podido sobrestimar las habilidades del presidente electo de EEUU, y el segundo es el hecho de que los movimientos de los activos son tan fugaces que no podemos hablar siquiera del medio plazo, por lo que la rotación puede darse la vuelta en cualquier momento sin tiempo para pestañear.
Hasta aquí un 2016 impredecible como pocos en el que sin duda me habré dejado atrás muchos otros temas de interés, pero no es preocupante porque mañana tan sólo cambia el año, no la tendencia, por lo que aburrirnos en 2017, seguro que no nos vamos a aburrir.
Feliz año.
Amílcar Barrios Vilallonga
Dirección de Inversiones