En tiempos en los que los mercados financieros convencionales ofrecen más dudas que certezas, los activos no cotizados han ganado un peso inesperado. Lo que hace no tanto era visto como una clase de activos secundaria, hoy constituye una pieza clave en la construcción de carteras bien diversificadas y orientadas al largo plazo.
En 2024, el volumen gestionado en estrategias no tradicionales superó los 25 billones de dólares, una cifra que no solo impresiona por su magnitud, sino también por lo que implica: los inversores buscan nuevas fórmulas para protegerse frente a la volatilidad, la inflación y los retornos limitados de los instrumentos financieros tradicionales.
Hablamos de un universo amplio y diverso, que abarca desde el capital privado y las infraestructuras, hasta el sector inmobiliario, la deuda directa, los hedge funds, o incluso activos tangibles como el arte o la tierra agrícola. Lo que los une no es su naturaleza, sino su comportamiento: no cotizan en mercados públicos y no dependen de los mismos factores que los activos líquidos tradicionales.
Una de las mayores virtudes de estas inversiones es su descorrelación con los grandes índices y los tipos de interés. Esta independencia convierte a las inversiones alternativas en herramientas valiosas en entornos volátiles, al ofrecer rentabilidades que no se mueven al ritmo de los mercados tradicionales.
Durante los últimos veinte años, este segmento ha mostrado un crecimiento constante, impulsado por políticas monetarias laxas, la necesidad de diversificación y la dificultad de generar rentabilidad en entornos de tipos bajos. Sin embargo, no es un terreno exento de complejidad. La información disponible suele ser escasa, la liquidez limitada, y los horizontes temporales son, por lo general, más amplios. Por ello, este tipo de inversión requiere una mirada estratégica, experiencia técnica y análisis riguroso.
Uno de los mayores desafíos es la valoración. Mientras que una acción cotizada se actualiza constantemente, los activos alternativos se valoran con menos frecuencia y mediante criterios no estandarizados. Estimar el valor de una empresa no cotizada, una nave industrial o un préstamo estructurado exige conocimiento especializado y acceso a datos fiables.
Con la madurez del sector han llegado también mayores exigencias por parte de los inversores. La transparencia en la estructura de las inversiones y los criterios de valoración se ha vuelto prioritaria. En Tressis, por ejemplo, nuestra selección de gestoras para fondos de capital riesgo incluye una evaluación estricta de la visibilidad y trazabilidad de cada participación. Además, el enfoque ASG (ambiental, social y de gobernanza) ha ganado protagonismo. Los inversores ahora valoran proyectos que integran la sostenibilidad desde su origen: desde infraestructuras verdes hasta inversiones de impacto social.
Estas estrategias se están consolidando como alternativas eficaces para ampliar horizontes. Su capacidad para generar rentas estables y resistentes al ciclo económico las hace especialmente útiles en entornos inciertos, como el actual. Por ello, grandes instituciones —fondos de pensiones, universidades, aseguradoras— están incrementando su exposición estructural a estos activos. Y lo mismo ocurre con los inversores privados, que acceden cada vez más mediante vehículos adaptados a sus necesidades.
No obstante, este tipo de inversión no es apto para todo perfil. Se necesita una gestión alineada con el horizonte temporal, la tolerancia al riesgo y la necesidad de liquidez del inversor. Mal planteado, puede generar frustración. Pero con una estrategia clara, bien asesorada, se convierte en un instrumento de alto valor añadido.
El Investor Outlook H2 2024 de Preqin apunta a un interés creciente por estrategias ilíquidas de largo plazo, en detrimento de segmentos más maduros o expuestos al ciclo macroeconómico. Por su parte, Larry Fink, CEO de BlackRock, proponía recientemente una revisión del tradicional modelo de asignación 60/40, sugiriendo una nueva proporción 50/30/20 que incorpora un 20% en mercados privados. El objetivo es claro: ampliar el acceso a oportunidades antes reservadas a instituciones y dotar de mayor resiliencia a las carteras.
Este auge ha venido acompañado de un aumento de precios y expectativas, lo que exige una mayor disciplina en la selección. No todo lo que se presenta como “alternativo” es adecuado o valioso. La clave está en entender el fondo de cada estrategia, conocer al gestor y evaluar correctamente los riesgos.
En este contexto, el papel del asesor financiero es más relevante que nunca. Su función ya no es solo abrir la puerta a este tipo de oportunidades, sino también acompañar, filtrar y traducir la complejidad en decisiones coherentes con el perfil del cliente.
Vivimos en un entorno donde lo excepcional se ha convertido en norma. En ese escenario, las inversiones no tradicionales dejan de ser una curiosidad para convertirse en herramientas clave. No son soluciones universales, pero sí pueden marcar la diferencia cuando se entienden y se gestionan con visión.