Leemos mucho últimamente en prensa si unos coches contaminan más que otros y qué tipo de medidas deberían tomarse, pero ¿somos conscientes de que también algunas inversiones “contaminan” más que otras?
Quizá el primer paso consista en conocer cómo se mide lo que contaminan las empresas, y concretamente respecto al aire que respiramos. Para ello, tomaremos la definición que establece la Oficina Española de Cambio Climático para huella de carbono. Esta es “la totalidad de gases de efecto invernadero (GEI) emitidos por efecto directo o indirecto por un individuo, organización, evento o producto» y se mide en toneladas de CO2 equivalentes.
Si nos centramos en una organización, entonces recurrimos al término “alcance” para distinguir las emisiones que se analizan en su cálculo. Así, se clasifican en 1, 2 y 3, según los siguientes términos:
Alcance 1: Son emisiones directas de GEI de recursos que son propiedad o que están controladas por la empresa que analizamos. Por ejemplo, los vehículos de la compañía.
Alcance 2: Son emisiones indirectas de GEI asociadas a la generación de electricidad, gas u otras formas de energía producida de manera externa a la organización, pero utilizada en el proceso productivo de la misma. Por ejemplo, la energía que contrata una compañía con una empresa de electricidad.
Alcance 3: Son emisiones indirectas de GEI derivadas de operaciones de una firma pero no propiedad ni controlada por la misma. Por ejemplo, el transporte de nuestros productos cuando es realizado por un tercero.
Al trasladar esto al mundo de la inversión, y más concretamente al de la renta variable, podríamos calcular qué impacto producen las compañías o los fondos en los que invertimos y si contaminan más o menos que otros.
Como ejemplo, en 2017 las empresas que comprenden el índice MSCI World generaron alrededor de 79 toneladas de CO2 por millón de euros invertido, mientras que la cartera ISR de Tressis generó 45 toneladas por millón invertido, es decir un 43% menos de emisiones.
Si quisiéramos compararlo con algo más cercano a nuestra vida cotidiana, según el Banco Mundial, una persona genera en España alrededor de 5 toneladas de CO2 al año. Es decir, que por cada millón invertido ahorraríamos el equivalente al CO2 que producen casi 7 personas al año.
¿Y este planteamiento, qué puede aportarle a una empresa que cotice en bolsa?
Por supuesto, contribuir a la lucha contra el cambio climático, pero además le permite:
Como muestra de la importancia que este asunto tiene hoy en día, más de 6300 compañías cotizadas contestaron a la encuesta anual de 2017 que realiza Carbon Disclosure Project. Esta iniciativa inversora, que reúne a 656 firmantes y más de 87 billones (de los de 12 ceros) bajo gestión, requiere información a las grandes compañías cotizadas sobre los riesgos y oportunidades derivados del cambio climático, en representación de los inversores institucionales firmantes.
Por el momento muchas de estas iniciativas son voluntarias, pero países como Francia ya obligan a que las grandes empresas (cotizadas o no), los bancos, las aseguradoras y las gestoras de fondos cuyo patrimonio supere los 500 millones de euros (por fondo) informen una vez al año sobre los riesgos climáticos a los que están expuestas sus inversiones y las medidas que están tomando para cubrirse de ellos. Prácticamente todas han optado por la medición de la huella de carbono y el establecimiento de objetivos de reducción de la misma.
Esta mejor práctica será un referente en el futuro para legislaciones europeas, como la española que actualmente se halla en proceso parlamentario, para acercar la inversión sostenible a sus ciudadanos.
Afortunadamente hoy la tecnología pone a nuestro alcance los medios para que, como el buen caminante de Lao Tse, no dejemos huellas. Ni siquiera la de carbono.